jueves, 19 de mayo de 2011

Habrá que gritar muy fuerte

Enfrascados en la pantomima en que ellos mismos han transformado la campaña electoral, ninguno de nuestros políticos podía esperar que la mecha de la indignación prendiera en suelo patrio. Lo habían visto por televisión, pero sucedía en "esos países": Túnez, Egipto, Libia, Siria, Yemen. Y ahora lo ven aquí, en la Puerta del Sol, en plena capital. Así que, ante la proximidad del fuego, cada uno intenta evitar quemarse como puede. La actitud más extendida es una tradición hispánica de probada eficacia y en la que muchos de nuestros políticos son contumaces expertos: arrimar el ascua a su sardina.

El presidente del gobierno, que primero intentó mirar para otro lado, como hace casi siempre, ahora pide respeto y sensibilidad para con las personas que han decidido acampar en la Puerta del Sol. Respeto y sensibilidad. Nada más. 

El partido de los currantes ve una total sintonía entre sus propuestas (parece ser que tenían propuestas) y las de los indignados, sobre todo porque han detectado una nueva forma de atacar para rascar algunos votos. Los pobres. Piensan que lo que se pide es un cambio de gobierno y ¡oh, sorpresa!, no se trata exactamente de eso. 

Por su parte, esa coalición de izquierdas a la que muchos llaman desde hace tiempo Izquierda Hundida, ha visto una posibilidad de resurgir de sus cenizas, por más que su líder llame a la mesura aunque reconozca que su propia hija es una de las manifestantes (¿estará aquella niña de la que hablaba Rajoy en las últimas generales entre los jóvenes que acampan en la Puerta del Sol?).

Un ejemplo claro de cómo cada uno mira las cosas según le convenga es el cruce de declaraciones entre la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, y el candidato socialista al mismo cargo, Tomás Gómez. Dice la inefable Esperanza Aguirre: "Democracia real es ir a votar para echar al gobierno que lo hace mal". Replica el no menos inefable Tomás Gómez: "No hay razones para desalojar la Puerta del Sol, a la que hay que desalojar es a la auténtica antisistema que está deteriorando los servicios públicos y está haciendo negocio con lo que es de todos en esta Comunidad". Sin comentarios.

En lo que sí están todos de acuerdo es en que hay que ir a votar. Los indignados han pedido que no se vote por ninguno de los grandes partidos y a ellos les ha entrado el miedo en el cuerpo, no sea que les de a muchos por secundar la propuesta y se les desmorone el chiringuito. Yo también creo que hay que ir a votar, pero reconozco que la gente de la calle dispone de otras formas para manifestar sus demandas. 

Rajoy ha proclamado que lo más importante que tiene un ciudadano es su voto. Pues se equivoca el señor Rajoy. Lo más importante que posee un ciudadano es su dignidad. Esa dignidad que, desde hace mucho, viene siendo aplastada por una cuerda de políticos corruptos, no importa de qué signo, o que consienten la corrupción de sus compañeros y que han visto en la democracia y sus vericuetos el sistema perfecto para dar rienda suelta a sus desmanes con absoluta impunidad. La dignidad de los casi cinco millones de parados que no compartieron los beneficios con los que se lucraron banqueros y grandes empresarios, pero a los que ahora se les piden sacrificios para que esos mismos banqueros y empresarios puedan mantener sus piscinas. La dignidad de los millones de mileuristas a cuyos cinturones no les cabe un agujero más, de tanto apretarlos. La dignidad de los titulados universitarios que están en paro o ejercen trabajos mal pagados y muy por debajo de su nivel de cualificación. La dignidad de ese 40% de jóvenes que no encuentra un empleo porque todo el mundo les pide una experiencia que nunca van a acumular si nadie les ofrece una oportunidad, mientras son cómodamente etiquetados bajo el marbete de "generación ni-ni". La dignidad de los inmigrantes sudamericanos, africanos, asiáticos, europeos del este, que abandonaron sus países en busca de un sueño que se ha tornado pesadilla. La dignidad de los que creyeron en las ideas de unos partidos que las han traicionado para abrazarse a lo que algunos cínicos llaman la lógica del mercado. 

La dignidad de todos. 

Pero ellos continúan a lo suyo. Intentando cada uno sacar provecho. No quieren enterarse, así que habrá que gritar muy fuerte.

martes, 19 de abril de 2011

Ese oficio invisible

Miguel Martínez-Lage, durante una entrevista / J. A. Goñi
Es posible que la de traductor sea una de las profesiones más desagradecidas que existen. No es frecuente que un lector que se acerca a un texto escrito originalmente en otro idioma, repare en la labor de quien le ha servido ese texto en su propia lengua, a no ser que la traducción sea mala. Se señala, pues, el error, pero no se ensalzan los aciertos. Cuando el trabajo de intérprete ha sido bueno, no digamos si ha sido excelente, lo que un lector piensa al cerrar el libro es "qué bien escribe este tío" y no "qué buena traducción". 

Hace unos días murió uno de los mejores cultivadores españoles de ese oficio invisible. Miguel Martínez-Lage falleció en la localidad almeriense de Vera, al parecer mientras dormía y, al parecer, de un infarto. Aún no había cumplido los cincuenta años, como Emilio Salgari, de cuyo suicidio se cumple un siglo este mes.

Martínez-Lage (Pamplona, 1961), puso en nuestra lengua textos de J. M. Coetzee, Don DeLillo, Virginia Woolf, William Faulkner, Ernest Hemingway, Samuel Beckett, Nick Hornby o Saul Bellow. Su mayor reconocimiento profesional le llegó por su versión de Vida de Samuel Johnson, de James Boswell, que le valió el Premio Nacional de Traducción.

No pudo, sin embargo, cumplir lo que era un sueño personal: emprender su propia carrera como escritor. Publicó un libro de poemas, pero no tuvo tiempo de más. Aparentemente, nos quedamos sin saber qué hubiera dado de sí como escritor. Pero, si se piensa un poco, este hombre acumuló una obra inmensa. Porque, si aceptamos que traducir es escribir de nuevo, entonces estamos reconociendo las palabras de Martínez-Lage en libros como Cuentos completos, de William Faulkner o Desgracia, de J. M. Coetzee.

lunes, 4 de abril de 2011

Un resistente

El autor de este blog y Enrique Meneses, en el Festival de Málaga
La semana pasada tuve un encuentro que me llenó de alegría. Como todo lo bueno, sucedió por casualidad. Estaba cubriendo el Festival de Málaga, para una revista digital (www.culturaalsur.com) y, durante un tiempo muerto, me puse a ojear el programa del festival para ver qué hacer esa tarde. Encontré que proyectaban un documental sobre el gran Enrique Meneses, maestro del periodismo. El título me dejó un poco descolocado: Oxígeno para vivir. Del periodismo Magnum al 2.0. Decidí ir a verlo. 

Así que por la tarde, y tras sufrir una serie de dificultades para llegar, me vi por fin ante la fachada del teatro Echegaray, donde se proyectaba el documental. Nada más abrieron las puertas, decidí entrar para esperar el comienzo de la proyección mientras descansaba un poco. Y quedé estupefacto cuando me encontré, en la misma entrada de la sala, con el propio Enrique Meneses, cuya asistencia al acto yo desconocía.

Me acerqué al maestro para saludarle, y en la breve conversación que siguió, pude comprobar que, a pesar de los años que tiene (81), la enfermedad pulmonar que padece y el declive físico en el que irremisiblemente ha entrado, continúa siendo dueño de una energía juvenil y contagiosa, de un amor por el periodismo que ahora satisface desde su bitácora. Después de fotografiarme junto a él, me despedí con un apretón de manos (sus manos son fuertes todavía), y me dirigí a mi asiento para ver el documental. En él aparecen amigos suyos como Manu Leguineche, Gervasio Sánchez, Gerardo Olivares o Rosa María Calaf. La película habla de los buenos reporteros en los viejos tiempos, de su vida actual, alejados de los lugares de conflicto y viviendo el conflicto cotidiano de una existencia cuyo final vislumbran cada vez más cerca, pero al que no se resignan. Y continúan adelante, y resisten como pueden. 

Cuando acabó la proyección, mi trabajo me obligó a marcharme. Me hubiera gustado despedirme de Enrique Meneses, darle un abrazo y decirle lo importante que sigue siendo para muchos. Pero no pude. Un nudo en la garganta y una opresión en el estómago me acompañaron mientras me dirigía a mi próxima cita preguntándome qué estamos haciendo con nuestros mejores hombres.

lunes, 14 de marzo de 2011

Retiradas

Steven Soderbergh / www.blogdecine.com
El director de cine Steven Soderbergh pronto dejará de serlo. Ha anunciado recientemente que piensa abandonar su profesión debido al hastío que ha comenzado a sentir. No es el primer director de cine que toma esa decisión, y seguro que tampoco será el último. Ilustres como Terrence Malick siguieron antes ese camino, si bien es cierto que, en el caso del autor de La delgada línea roja, llegó el momento de volver por sus fueros tras dos décadas de silencio cinematográfico. En el otro extremo se sitúan directores incombustibles, que no se cansan de afirmar que rodarán hasta el final, como Clint Eastwood o Martin Scorsese. Y en medio, autores inmensos a los que retiraron, directores maravillosos cuyo momento pasó, o eso consideró la cruel industria de Hollywood, que no les dio la oportunidad de continuar con una labor que ellos querían proseguir, como Billy Wilder, por ejemplo. 
El hartazgo es la razón que aduce Soderbergh para dar por concluido su trabajo en el cine. Otros hablarían de desengaño, de aburrimiento, incluso de asfixia. Quizá algún día vuelva Soderbergh o quizá no. Tampoco se habrá perdido mucho porque, a mi parecer, salvo un par de cintas, el resto de su obra es absolutamente prescindible. Lo que sí es admirable es que, con los tiempos que corren, haya personas que pueden permitirse dejar su trabajo porque están hartos o ya no les pica el gusanillo. ¿Cuánta gente se levanta a las siete de la mañana o se acuesta a las tantas, aunque no les guste lo que hacen ni hayan visto al gusanillo en su vida, simplemente porque no tienen otra opción? Pero continúan, aprietan los dientes y siguen adelante. Aunque su profesión no sea tan bonita como la de Steven Soderbergh.

lunes, 28 de febrero de 2011

Las lecciones de los viejos

Kirk Douglas, con Melissa Leo. / Mark J. Terrill (AP)
Para mí, lo mejor de la ceremonia de entrega de los Oscar fue la intervención de Kirk Douglas. A menudo se olvida, sobre todo en este tipo de actos tan condicionados por la constante lucha por la audiencia televisiva, dónde está el verdadero talento, el que se ha demostrado una y otra vez durante toda la vida, y se prefiere la juventud y la belleza como armas de conquista. Y está bien que así sea. 

No es que James Franco o Anne Hathaway carezcan de talento pero, sobre todo el primero, ayer no lo demostraron. Quizá les pudo la presión, o sintieron el miedo escénico. El caso es que, en medio de una ceremonia soporífera y previsible, apareció el viejo Kirk Douglas, con su figura quebradiza apoyada en un bastón. En apariencia, este Douglas no es el mismo de Espartaco, Cautivos del mal, La pradera sin ley, Los vikingos o El loco del pelo rojo. En apariencia. 

Da un poco de pena contemplar a los mitos transformados en simples mortales por efecto del paso del tiempo. Es como si tuviéramos ante nuestros ojos la constatación de que todo esfuerzo es inútil, que todo empeño está condenado al fracaso. Uno prefiere no ver o, mejor dicho, elige mirar más allá. Haciendo bueno el aserto de John Ford, cuando la leyenda se convierte en realidad, entonces se imprime la leyenda. 

Pero Kirk Douglas sigue siendo una leyenda. Con su voz cascada y su silueta encorvada, no tuvo ningún problema a la hora de pasar del guión, tirar los tejos a Anne Hathaway, bromear con algunos nominados, y poner de los nervios a las cinco actrices que optaban al premio a la mejor intérprete de reparto. Kirk Douglas demostró, como en ocasiones anteriores lo han hecho algunos de sus pares (pocos, es cierto), que no ha perdido el toque, y se permitió impartir al hermoso pero insulso James Franco una lección que no olvidará. Y de paso, también nos la brindó a los demás.

martes, 15 de febrero de 2011

Eduardo Mendoza

Eduardo Mendoza / Fernando González
Este post va dirigido a quien le guste la obra literaria de Eduardo Mendoza. Y a quien no, pues también. A ver si le pica la curiosidad, si no lo conoce, o si se decide a darle una nueva oportunidad, si no le ha encontrado el punto. Algo difícil, no encontrárselo, a mi parecer. Se trata de una entrevista que le hice a principios de febrero. El autor estuvo en Málaga para presentar su novela Riña de gatos, y no disponía de mucho tiempo debido a los compromisos ya adquiridos. Así que se ofreció para responder a mis preguntas a través del correo electrónico. Esta fue nuestra charla.

En su obra, usted ha explorado a menudo la ciudad de Barcelona a lo largo de la historia. ¿Por qué ha decidido cambiar de escenario, situando en Madrid la acción de Riña de gatos?
No me planteé la cuestión en estos términos. Quise contar una historia determinada y, como el escenario de esa historia era Madrid, pues la cosa estaba hecha. Conozco bien Madrid y situar allí una historia no me suponía un problema excesivo. En cambio, me brindaba muchas oportunidades de profundizar en la historia de una ciudad que no conozco tan a fondo.
¿Son las ciudades un personaje más, quizá el principal, en sus novelas y no sólo el lugar por el que se mueven los protagonistas?
Quisiera creer que son las dos cosas. Es cierto que en La ciudad de los prodigios me propuse contar el desarrollo de una ciudad como si fuera el de una persona. Las demás novelas no tenían este propósito. Pero soy un novelista urbano, y es natural que la ciudad tenga un peso decisivo en mis historias. Como soy barcelonés, pues Barcelona.
Con Riña de gatos, ¿quería aproximarse al tema de la guerra civil ambientando la novela en los meses previos al comienzo del conflicto o la idea era más bien acercarse, desde esa perspectiva, a la situación actual de cierto desconcierto que se vive en España?
No me gustan las alegorías. Quise contar lo que conté, es decir, la situación individual y colectiva previa al estallido de la guerra civil. Por supuesto, en toda situación de crisis se producen fenómenos similares y en toda historia pasada se pueden encontrar similitudes con el presente. Pero no hay que llevar la comparación demasiado lejos. Cada época es distinta, cada situación es nueva, sobre todo, porque los protagonistas son nuevos.
¿Qué asuntos de actualidad utilizaría como tema para una novela?
Ninguno en concreto y todos en conjunto. Si escribiera una novela que transcurriera en el presente, seguramente incluiría la crisis económica, pero también otros fenómenos, algunos evidentes, otros no tanto. Cuando uno escribe, explora y encuentra (si hay suerte) y partir de una idea preconcebida no me parece bueno para una novela. El ensayo es lo contrario, claro.
El humor siempre está presente en su literatura y es uno de los rasgos más apreciados por los lectores. ¿A qué atribuye que el humor en literatura haya sido tradicionalmente despreciado o tenido poco en cuenta por la crítica?
No sé si siempre fue así. Hoy en día lo es, en parte porque el referente de la novela es, para nosotros, la gran novela realista del siglo XIX, en la que el humor no estaba presente. Supongo que la mayoría de esa literatura se produjo en Francia, que no tiene una tradición de humor literario, o la tuvo, con Rabelais y con Molière, pero la olvidó. Por otra parte, una buena novela ha de ser profunda y la profundidad y el humor rara vez van de la mano.
¿Qué tipo de libros prefiere usted como lector?
Variados. He cambiado de gustos, de aficiones y de intereses a lo largo de mi vida. Siempre me ha gustado leer un poco de todo. Siempre estoy leyendo varios libros a la vez: poesía, novela, ensayo, historia. A veces me armo un lío. 
¿Sigue usted las novedades literarias? ¿Con qué autores, del presente y del pasado, se identifica más como lector y como escritor?
Sigo las novedades de un modo superficial, sin ningún rigor. Estoy más o menos al corriente de lo que se publica en España y en unos cuantos países más. Pero en cada país lo que ocurre es imposible de abarcar. Y como no soy un profesional de la crítica, no me hago mala sangre. Me identifico con los autores que consiguen que me identifique. El trabajo ha de ser del autor, no del lector. En este sentido, soy un lector como los demás. Incluso mejor, porque siempre leo de ida, con la misma inocencia que cuando era niño. No me fijo en la técnica, ni en el léxico, ni en nada que no sea el relato.
Despues de Tres vidas de santos, ¿se prodigará más en el relato corto?
Si a mi edad no me he prodigado, no creo que me prodigue ya en nada. Es posible que escriba otro relato corto. Si se me ocurre y me sale, ¿por qué no?
Vicente del Bosque y Mario Vargas Llosa han sido nombrados marqueses por el Rey hace pocos días. Usted también posee un título nobiliario, Duke of Isla Larga. ¿Qué tal lleva lo de ser duque de Redonda?
No creo que se me haya subido a la cabez. El reino de Redonda es una postura. Soy fiel a mi rey y me llevo bien con mis pares. Como el reino tiene nobleza pero no pueblo, no hay conflictos sociales. No pagamos impuestos ni hemos de hacer la mili.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Sentarse a pensar

Elenco de El barco, serie que emite Antena 3 los lunes por la noche
A menudo se habla de la crisis de la industria audiovisual, casi siempre en términos vacuos que no acaban de señalar el auténtico problema. Es más fácil echar la culpa a los piratas, a las webs de descargas ilegales, a Álex de la Iglesia, a la ministra de cultura o a Alenjandrito Sanz. Pero la realidad, sencillamente, consiste en que en España no existe una industria audiovisual propiamente dicha. Al menos no en el ámbito del cine. Lo que se dan son proyectos aislados que sus cradores consiguen poner en pie a base de mucho esfuerzo y, a menudo, también de ayudas oficiales y subvenciones. Pero la iniciativa privada deja mucho que desear, no porque no se produzca, sino porque cuando se hace sólo se piensa en el rendimiento inmediato en forma de beneficios económicos. Por el otro lado están los que se entregan a un supuesto amor al arte, para justificar sus fracasos en taquilla en función de una pretendida calidad intelectual de su propuesta, no apta para todos los paladares. 

A nadie se le courre idear nuevas fórmulas de colaboración entre la iniciativa privada y el sector público, que se materializarían, no en ayudas y subvenciones sino, por ejemplo, en ventajas para aquellas empresas privadas que apostaran fuerte por el cine. Y con el apoyo a la formación de los equipos artísticos y técnicos y unas mínimas garantías de que estos tengan trabajo permanentemente y no sólo de vez en cuando. 

Lo más parecido a una industria audiovisual que existe en España es la televisión y deja mucho que desear. Veamos un ejemplo. Se crea una serie, se publicita a bombo y platillo, se emite un primer episodio tras una cuidadosa estrategia de programación y contraprogamación que muestra a las claras una guerra salvaje por la audiencia que a su vez evidencia el nulo respeto que ésta última suscita en los directivos de las televisiones. Si al cabo de tres o cuatro episodios, los números no son buenos (esto es, los índices de audiencia), se elimina la serie y aquí paz y después gloria. 

Escena de Vientos de agua, de Juan José Campanella
¿Qué conlleva eso? Series muy vistosas, pero de poca calidad. Apuestas sobre seguro. Miren, si no, el caso de El barco, el éxito de esta temporada en Antena 3. Una idea original que podría ser muy buena (un grupo de supervivientes del fin del mundo que queda a la deriva en un planeta sin tierra), se desarrolla en cambio como una típica serie para adolescentes, con los consabidos líos amorosos y problemas de pasillo de instituto (son sospechosas las semejanzas entre esta serie y El internado, otro éxito de Antena 3). Y todo ello para asegurarse la audiencia. Se acaba el mundo y ¿en qué piensan los únicos supervivientes? En organizar un concurso de citas para encontrar su media naranja. No hablemos de las consecuencias morales, filosóficas, biológicas, incluso religiosas que un cataclismo así debería ejercer sobre los supervivientes. Apena pensar lo que una televisión como, por ejemplo, HBO hubiera podido hacer con semejante idea, si se compara con el producto por el que ha apostado Antena 3. Como también apena recordar lo que hizo Telecinco hace unos años con una serie de gran calidad artística y técnica como era Vientos de agua. Ante su escaso éxito comercial inmediato, y sin atreverse a eliminarla directamente debido a la gran inversión económica y publicitaria que se había hecho, cambió los horarios primero a los domingos y luego a la madrugada, de modo que quienes queríamos verla, tuvimos que hacernos con la edición en dvd.

Pero, en lugar de analizar la situación y buscar los motivos de la supuesta crisis, es más fácil disparar contra todo el mundo en lugar de sentarse a pensar qué está fallando y cuál es el modo de resolverlo. Mientras tanto tendremos un cine de una calidad media bastante baja (con honrosas excepciones cada temporada) y una televisión ensimismada que repite fórmulas seguras y poblada de acné y hormonas juveniles.