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Kirk Douglas, con Melissa Leo. / Mark J. Terrill (AP) |
No es que James Franco o Anne Hathaway carezcan de talento pero, sobre todo el primero, ayer no lo demostraron. Quizá les pudo la presión, o sintieron el miedo escénico. El caso es que, en medio de una ceremonia soporífera y previsible, apareció el viejo Kirk Douglas, con su figura quebradiza apoyada en un bastón. En apariencia, este Douglas no es el mismo de Espartaco, Cautivos del mal, La pradera sin ley, Los vikingos o El loco del pelo rojo. En apariencia.
Da un poco de pena contemplar a los mitos transformados en simples mortales por efecto del paso del tiempo. Es como si tuviéramos ante nuestros ojos la constatación de que todo esfuerzo es inútil, que todo empeño está condenado al fracaso. Uno prefiere no ver o, mejor dicho, elige mirar más allá. Haciendo bueno el aserto de John Ford, cuando la leyenda se convierte en realidad, entonces se imprime la leyenda.
Pero Kirk Douglas sigue siendo una leyenda. Con su voz cascada y su silueta encorvada, no tuvo ningún problema a la hora de pasar del guión, tirar los tejos a Anne Hathaway, bromear con algunos nominados, y poner de los nervios a las cinco actrices que optaban al premio a la mejor intérprete de reparto. Kirk Douglas demostró, como en ocasiones anteriores lo han hecho algunos de sus pares (pocos, es cierto), que no ha perdido el toque, y se permitió impartir al hermoso pero insulso James Franco una lección que no olvidará. Y de paso, también nos la brindó a los demás.
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