Miguel Martínez-Lage, durante una entrevista / J. A. Goñi |
Es posible que la de traductor sea una de las profesiones más desagradecidas que existen. No es frecuente que un lector que se acerca a un texto escrito originalmente en otro idioma, repare en la labor de quien le ha servido ese texto en su propia lengua, a no ser que la traducción sea mala. Se señala, pues, el error, pero no se ensalzan los aciertos. Cuando el trabajo de intérprete ha sido bueno, no digamos si ha sido excelente, lo que un lector piensa al cerrar el libro es "qué bien escribe este tío" y no "qué buena traducción".
Hace unos días murió uno de los mejores cultivadores españoles de ese oficio invisible. Miguel Martínez-Lage falleció en la localidad almeriense de Vera, al parecer mientras dormía y, al parecer, de un infarto. Aún no había cumplido los cincuenta años, como Emilio Salgari, de cuyo suicidio se cumple un siglo este mes.
Martínez-Lage (Pamplona, 1961), puso en nuestra lengua textos de J. M. Coetzee, Don DeLillo, Virginia Woolf, William Faulkner, Ernest Hemingway, Samuel Beckett, Nick Hornby o Saul Bellow. Su mayor reconocimiento profesional le llegó por su versión de Vida de Samuel Johnson, de James Boswell, que le valió el Premio Nacional de Traducción.
No pudo, sin embargo, cumplir lo que era un sueño personal: emprender su propia carrera como escritor. Publicó un libro de poemas, pero no tuvo tiempo de más. Aparentemente, nos quedamos sin saber qué hubiera dado de sí como escritor. Pero, si se piensa un poco, este hombre acumuló una obra inmensa. Porque, si aceptamos que traducir es escribir de nuevo, entonces estamos reconociendo las palabras de Martínez-Lage en libros como Cuentos completos, de William Faulkner o Desgracia, de J. M. Coetzee.
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