jueves, 20 de enero de 2011

Los cuentos de Jordá

Eduardo Jordá/Paco Puentes. El Correo
Eduardo Jordá, mallorquín afincado en Sevilla desde 1989, es uno de los mejores escritores españoles de la actualidad. Pero la mayoría de la gente no lo sabe. En alguna ocasión, él ha atribuido ese desconocimiento a su dispersión editorial: ha publicado sus libros en muchos sellos distintos. Pero quizá se trate, más bien, de que en este país no es oro todo lo que reluce y, a menudo, las gemas más brillantes permanecen en segundo plano. 
Jordá, es un poeta de amplia trayectoria, pero también ha cultivado otros géneros, como el articulismo, el ensayo, la narración de viajes, la novela y el cuento. Y es una obra de este último género la que un lector interesado podrían utilizar para introducirse en el mundo del escritor mallorquín: Playa de los Alemanes. Quien lo haga penetrará en un mundo habitado por mujeres solas, misioneros que han perdido el norte, jóvenes asombrados que apenas descubren qué es vivir, imágenes de la resistencia entre súbitos fogonazos de comprensión y piedad, que transcurren en escenarios de África, Mallorca, Irlanda, Andalucía.
Después puede uno continuar con sus estupendas novelas La fiebre de Siam y Pregúntale a la noche. Y de ahí pasar a sus libros de viajes, entre los que destaca Norte Grande, el relato de su periplo por el desierto chileno de Atacama. Y, en un viaje a la semilla, concluir con su poesía, modelo de serenidad en esta época de estridencias en la que, para ser aplaudido hay que hacer mucho ruido. 
Pero me parece que a Jordá no le gusta el ruido ni le interesan los aplausos. Sólo la literatura, el viaje, el ser humano.

Soñar a plazos

Tolstoi escribió una frase famosa en la que afirmaba que todas las familias felices se parecen, pero que las desgraciadas lo son cada una a su manera. Voy a contarles una historia y juzguen por ustedes mismos.

Elena está a punto de cumplir treinta años. Tiene un hijo de dos, Ernesto, y un esposo poco mayor que ella, que se llama Ricardo y del que continúa enamorada desde que se conocieron hace quince años. En ese tiempo, ella estudió Formación Profesional en la rama de administrativo. Después completó varios cursos relacionados con actividades dispares, tales como el cuidado de ancianos, la carpintería o la educación infantil. Trabajó en todos esos campos, hasta recalar en una empresa familiar dedicada a la construcción, donde ejerció como contable. Mientras tanto, Ricardo estudió periodismo y, aunque desempeñó su profesión durante un tiempo, no tardó en desencantarse cuando se convenció de que, en realidad, carecía de vocación y además tenía que trabajar durante muchas horas por un sueldo muy bajo y sin perspectivas de mejora a medio plazo. Ahora trabaja en un hotel (viven en una ciudad costera), aunque se esfuerza por llegar a convertirse en un fotógrafo profesional. Ni Ricardo ha abandonado sus ambiciones artísticas, ni Elena su deseo de dedicarse algún día a trabajar con niños, que son su verdadera pasión, a pesar de que esos sueños empiezan a difuminarse un poco en ambos casos. Pero Elena no se queja porque ahora ha encontrado una forma de satisfacer su vocación, en la persona de Ernesto, que ha llegado a sus vidas como un auténtico vendaval. 
Elena, Ricardo y Ernesto viven en un piso pequeño pero se han esforzado para convertirlo en un hogar acogedor. No hay más que ver la decoración elegida por Elena y Ricardo (a decir verdad, él se limitaba a acompañarla de tienda en tienda y a alentarla, confiado en su gusto, cuando ella dudaba -Elena es un poco indecisa a veces). 
Poco después de nacer Ernesto, empezaron a notar los estragos de este tiempo extraño que llamamos época de crisis. Elena perdió su trabajo. Las primeras en caer fueron las empresas pequeñas del ramo de la construcción. Desde entonces, no ha vuelto a trabajar. Al principio tenían la situación controlada, porque disponían de su prestación por desempleo y del sueldo de su marido. Pese a ello, Elena empezó a buscar trabajo, aunque en esta nueva etapa de su vida habría preferido pedir una excedencia y disfrutar de su hijo. No encontró empleo y, cuando acabó la prestación, solicitó y obtuvo la ayuda familiar, puesto que el salario de su marido es modesto. Pero claro, con un hijo pequeño, hipoteca, luz, agua, teléfono, basura, seguro de automóvil, impuestos municipales y demás gastos, apenas si les queda para comer e ir tirando. 

Junto a la entrada del bloque donde viven Elena, Ricardo y Ernesto, había un restaurante marroquí regentado por Mohamed, un chico muy joven, nacido en Tánger pero criado en un pequeño pueblo del interior de Marruecos, que llegó a España hace unos cinco años a bordo de una patera., para hacer realidad su sueño de convertirse en un próspero chef, quién sabe sin con programa de televisión y todo Justo enfrente, había un locutorio del que se encargaba Celis, una ecuatoriana de cuarenta y cinco años, divorciada y con tres hijos a los que no ve desde hace un par de años, justo cuando conoció a José Antonio, un extremeño solterón y prejubilado que cambió los paseos vespertinos por el parque y la compañía de sus tres gatos -"En casa somos cuatro gatos", suele bromear; no es muy bueno para los chistes- por la aventura que suponía para él convivir con aquella mujer de acento dulce y voz cantarina. Al lado del locutorio hay una sucursal bancaria. Irina, veinticinco años, ucraniana, limpia la oficina por las tardes, cuando termina en el comedor del colegio al que irá Ernesto el próximo curso. A veces, cuando entra en la oficina del director, no puede reprimir el impulso de sentarse en la cómoda silla de respaldo alto y, colocando las manos sobre la mesa, imagina que es a ella a quien corresponde la potestad de otorgar créditos, decretar pagos, obtener reducciones fiscales para los buenos clientes o lo que sea que hagan los directores de banco. 

Mohamed pensaba traer a su hermano Hicham, que aún vive en Marruecos, para que le ayudara en el negocio, pero la falta de clientes le ha obligado a cerrar y ahora ambos sopesan la posibilidad de emigrar de nuevo, esta vez a Francia, donde vive un primo suyo que trabaja en un taller de motos. La semana que viene, Celis tendrá que echar el cierre a su negocio si no consigue que le amplíen el plazo para pagar los tres meses de alquiler que ya debe -José Antonio se ha ofrecido a pagarlos, pero ella se niega porque no quiere embarcarlo en una aventura de incierto resultado; tal vez, después de todo, se ha enamorado de verdad. Pero su mayor preocupación es encontrar la manera de decírselo a sus hijos, que contaban con venir por fin a España el año que viene como muy tarde.
A Elena la he visto esta mañana. Volvía de una entrevista de trabajo en la que ha cosechado su enésimo NO y estaba muy cabreada por las malas formas del entrevistador. Si la cosa sigue así, pronto tendrán problemas serios para pagar la hipoteca. 
Irina, de momento, está tranquila. No necesita mucho para ella y puede enviar una parte de lo que gana a su familia. Piensa que, como los niños no van a dejar de asistir al colegio, su trabajo no corre peligro. Y, aunque así fuera, siempre le quedará el banco. Ahí sí que va a seguir acudiendo la gente. 

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* Elena, en realidad, no se llama así, ni su marido Ricardo. Tampoco tienen un hijo que responde al nombre de Ernesto. Mohamed, Hicham, Celis, José Antonio e Irina no existen. ¿O sí? Quizá si lo piensan un poco y cambian algunos nombres puedan reconocer a alguien.

viernes, 14 de enero de 2011

Sólo para fumadores

Juan Carlos Onetti
Ahora que el gobierno español se ha sacado de la manga una nueva manera de distraer la atención en forma de ley antitabaco, gracias a la cual están volviendo a escena fantasmas que creíamos olvidados, como por ejemplo el de la delación, no está de más que emprendamos un repaso literario por algunos textos cuya razón de ser eran el tabaco y aquellos ritos, íntimos y sociales, que llevaba asociada la costumbre de fumar, y que recordemos algunas figuras geniales que es imposible imaginar sin un cigarrillo entre los dedos o los labios, sin volutas de humo a su alrededor. 
Julio Ramón Ribeyro
El primero que se me viene a la memoria es un clásico que siempre se cita cuando se conjuga el binomio tabaco-literatura: La conciencia de Zeno, del triestino Italo Svevo. La historia de un hombre que, para vencer su adicción al tabaco, y animado por su terapeuta, escribe y escribe y nos cuenta su historia.
 La historia de una vida es también lo que cuenta el gran Julio Ramón Ribeyro en un cuento del cual tomo prestado el título de este post y en el que, a través de su relación con el tabaco, el narrador peruano entrega una de las autobiografías más sinceras y contundentes que yo haya leído nunca. 
Juan Carlos Onetti fue otro gran fumador de cigarrillos y el tabaco se inserta en su obra de tal modo que, al menos a mí, me resulta imposible leer sus cuentos sin imaginar una escena nublada por el humo, en la que un hombre solitario escribe en una habitación de mobiliario escaso, mientras arranca alguna frase satisfactoria entre chupada y chupada (él las llamaría pitadas) a su cigarillo. Cuando Onetti decidió desertar de la vida en sus años finales, en la cama donde se recluyó sólo le acompañaban sus novelas policiales, su whisky y su tabaco. 
Guillermo Cabrera Infante
Y, para no extenderme mucho, terminaré hablando de Guillermo Cabrera Infante, maestro no sólo de las letras. Puro humo, así tituló su homenaje al tabaco y a aquellos que en el cine (su gran amor) mejor se acompañaron del cigarrillo para construir su mito. O del puro, como el propio Cabrera. Holy Smoke era el título original de aquel libro estupendo y, en inglés, el acto de fumar invocado por el cubano adquiría una consistencia parecida a un ritual sagrado. 
Cabrera amó el tabaco tanto como el cine, que está hecho con el mismo material con el que se forjan los sueños y los sueños, como todo el mundo sabe, están hechos de humo.